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En homenaje a Bernardo Sassetti

Artículo publicado en Cuadernos de Jazz en Mayo de 2012

Bernardo Sassetti y Art Farmer en el Café Central (1994)
Juan Alberto García de Cubas
El pasado viernes, en una lectura anodina de un diario electrónico, encontraba un titular sobre el fallecimiento de un pianista de jazz portugués. Mi corazón se helaba al adentrarme en la noticia y descubrir que era Bernardo Sassetti (1970-2012), quien se encontraba sacando fotos en un acantilado momentos antes de despeñarse en un accidente incomprensible. Además de admirar su talento, consideraba a Bernardo un buen amigo.


Tenía un año menos que yo. Cuando nos conocimos yo trabajaba de camarero en el Café Central y él era el pianista que acompañaba al trompetista Art Farmer. Coincidimos detrás de una chica de cuyo nombre ya ni me acuerdo. Poco tiempo después la chica desapareció, la amistad no. Creo que le caía simpático, yo por mi parte trataba de disimular mi admiración por él. No concebía cómo una persona tan cercana podía ponerse frente al piano y ser tan elegante e insondable en su arte para una hora después levantarse del piano y viniendo hacia mí, saludarme cariñosamente y volver a ser una persona tan accesible. Por ello le admiraba. Pasado el tiempo volvimos a encontrarnos. Fue el primer invitado que tuve en un programa radiofónico de jazz que emitíamos en directo por las mañanas, desde un estrecho cuchitril en el último piso de un viejo edificio del centro de Madrid. Recuerdo que vino al estudio cargado de discos para que escuchase y tras finalizar el programa me dijo “elige el qué más te haya gustado y quédatelo”. Así lo hice, era un divertido disco de Hermeto Pascoal, Festa dos deuses, en el que entre otras cosas el  multiinstrumentista era capaz de hacer armonizar espléndidamente el discurso del presidente de la República Fernando Collor de Mello.

Bernardo escogió aquel disco para mostrar cómo el buen humor no tiene que estar reñido con la experimentación artística. Recuerdo también lo mucho que me extrañó la elección de los temas de cada disco: en el candor de mi apasionada afición yo estaba deslumbrado por la majestuosidad técnica del jazz y Bernardo me proponía una balada tras otra, temas a tiempo lento de cuya belleza yo no dudaba pero no podía comparar con los temas más vertiginosos de aquellos discos. Fue él quien me dio esa primera lección antes que ningún otro, cómo encontrar la belleza en los temas pequeños. Tardé un tiempo en entenderlo.

Años después coincidimos de nuevo, él estaba de gira por Madrid con su buen amigo el baterista Guillermo McGill, quien por supuesto supo como nadie ver en Bernardo esa faceta de extrema belleza lírica que era su innegable sello y que encajaba con los proyectos preciosistas de McGill como Oración y cielo. Por aquellos días Bernardo estaba casi obsesionado con el cine hasta el extremo de llegar a confesarme que si volviese a nacer no sería músico, elegiría el mundo del cine para trabajar. Yo estaba encantado con ello porque a mí me pasaba lo mismo: el cine me consumía de placer y mi segunda casa era la sala oscura de un cine. Aquella larga noche estuvimos hablando de cine sin descanso y antes de despedirnos intercambiamos lecturas cinematográficas. De nuevo fácilmente impresionable por este mundo nuevo para mí, yo le aconsejaba la lectura de una obra redonda que creía abarcaba toda la esencia de hacer cine, Así se hacen las películas, de Sidney Lumet. Bernardo me pedía que leyese Aquí Kubrick de Frederic Raphael, el último guionista de Stanley Kubrick. Esta joya de la literatura cinematográfica era una segunda lección que mi amigo me daba, la belleza de nuevo se encontraba en lo menos llamativo, en una pequeña historia. Lo descubriría al leerlo.

Y con el paso de los años iba sabiendo de sus discos y con ello le admiraba aún más. Sus trabajos a piano solo, sus discos a trío con Carlos Barretto y Alexandre Frazão, los dúos (o incluso tríos) con otros pianistas; y por supuesto su llegada al cine, inevitable con un talento compositivo tan expresivo como el suyo. Sus bandas sonoras para películas portuguesas como Alice, de Marco Martins, o A costa dos murmúrios de Margarida Cardoso (en las que coincidiría con la que iba a ser su mujer, la actriz Beatriz Batarda con la que tendría dos hijas) desplegarían sus dotes, esas que aunaban sus conocimientos de música clásica con la búsqueda de  la belleza en la concisión.

Sus últimos trabajos, su colaboración con el trío de Will Holshouser en Palace Ghosts and Drunken Hymns, el excelente Motion con su trío habitual, o su colaboración en el disco Baladas de Perico Sambeat, le mostraban sin lugar a dudas como uno de los más interesantes pianistas europeos.

Bernardo tenía un año menos que yo, no sé qué podía aportar yo a nuestra amistad basada en brevísimos encuentros pero siempre que coincidíamos me daba la sensación de que salía enriquecido con su compañía: en uno de nuestros encuentros en la capital, se suponía que el  anfitrión era yo, insistió en llevarme a tomar “el café más rico que hayas tomado nunca” palabras de un amante del buen café que gustaba de probar en sus periplos por el mundo. Y así, en un pequeño café de Madrid, de nuevo volvíamos a encontrarnos con la belleza de las pequeñas cosas.

Te echo de menos, Bernardo.


© Cuadernos de Jazz, mayo-2012

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