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Bernardo Sassetti y Art Farmer en el Café Central (1994) Juan Alberto García de Cubas |
Tenía un año
menos que yo. Cuando nos conocimos yo trabajaba de camarero en el Café
Central y él era el pianista que acompañaba al trompetista Art Farmer.
Coincidimos detrás de una chica de cuyo nombre ya ni me acuerdo. Poco
tiempo después la chica desapareció, la amistad no. Creo que le caía
simpático, yo por mi parte trataba de disimular mi admiración por él. No
concebía cómo una persona tan cercana podía ponerse frente al piano y
ser tan elegante e insondable en su arte para una hora después
levantarse del piano y viniendo hacia mí, saludarme cariñosamente y
volver a ser una persona tan accesible. Por ello le admiraba. Pasado el
tiempo volvimos a encontrarnos. Fue el primer invitado que tuve en un
programa radiofónico de jazz que emitíamos en directo por las mañanas,
desde un estrecho cuchitril en el último piso de un viejo edificio del
centro de Madrid. Recuerdo que vino al estudio cargado de discos para
que escuchase y tras finalizar el programa me dijo “elige el qué más te
haya gustado y quédatelo”. Así lo hice, era un divertido disco de
Hermeto Pascoal, Festa dos deuses, en el que entre otras cosas
el multiinstrumentista era capaz de hacer armonizar espléndidamente el
discurso del presidente de la República Fernando Collor de Mello.
Bernardo escogió
aquel disco para mostrar cómo el buen humor no tiene que estar reñido
con la experimentación artística. Recuerdo también lo mucho que me
extrañó la elección de los temas de cada disco: en el candor de mi
apasionada afición yo estaba deslumbrado por la majestuosidad técnica
del jazz y Bernardo me proponía una balada tras otra, temas a tiempo
lento de cuya belleza yo no dudaba pero no podía comparar con los temas
más vertiginosos de aquellos discos. Fue él quien me dio esa primera
lección antes que ningún otro, cómo encontrar la belleza en los temas
pequeños. Tardé un tiempo en entenderlo.
Años después
coincidimos de nuevo, él estaba de gira por Madrid con su buen amigo el
baterista Guillermo McGill, quien por supuesto supo como nadie ver en
Bernardo esa faceta de extrema belleza lírica que era su innegable sello
y que encajaba con los proyectos preciosistas de McGill como Oración y cielo.
Por aquellos días Bernardo estaba casi obsesionado con el cine hasta el
extremo de llegar a confesarme que si volviese a nacer no sería músico,
elegiría el mundo del cine para trabajar. Yo estaba encantado con ello
porque a mí me pasaba lo mismo: el cine me consumía de placer y mi
segunda casa era la sala oscura de un cine. Aquella larga noche
estuvimos hablando de cine sin descanso y antes de despedirnos
intercambiamos lecturas cinematográficas. De nuevo fácilmente
impresionable por este mundo nuevo para mí, yo le aconsejaba la lectura
de una obra redonda que creía abarcaba toda la esencia de hacer cine, Así se hacen las películas, de Sidney Lumet. Bernardo me pedía que leyese Aquí Kubrick
de Frederic Raphael, el último guionista de Stanley Kubrick. Esta joya
de la literatura cinematográfica era una segunda lección que mi amigo me
daba, la belleza de nuevo se encontraba en lo menos llamativo, en una
pequeña historia. Lo descubriría al leerlo.
Y con el paso de
los años iba sabiendo de sus discos y con ello le admiraba aún más. Sus
trabajos a piano solo, sus discos a trío con Carlos Barretto y
Alexandre Frazão, los dúos (o incluso tríos) con otros pianistas; y por
supuesto su llegada al cine, inevitable con un talento compositivo tan
expresivo como el suyo. Sus bandas sonoras para películas portuguesas
como Alice, de Marco Martins, o A costa dos murmúrios
de Margarida Cardoso (en las que coincidiría con la que iba a ser su
mujer, la actriz Beatriz Batarda con la que tendría dos hijas)
desplegarían sus dotes, esas que aunaban sus conocimientos de música
clásica con la búsqueda de la belleza en la concisión.
Sus últimos trabajos, su colaboración con el trío de Will Holshouser en Palace Ghosts and Drunken Hymns, el excelente Motion con su trío habitual, o su colaboración en el disco Baladas de Perico Sambeat, le mostraban sin lugar a dudas como uno de los más interesantes pianistas europeos.
Bernardo tenía
un año menos que yo, no sé qué podía aportar yo a nuestra amistad basada
en brevísimos encuentros pero siempre que coincidíamos me daba la
sensación de que salía enriquecido con su compañía: en uno de nuestros
encuentros en la capital, se suponía que el anfitrión era yo, insistió
en llevarme a tomar “el café más rico que hayas tomado nunca” palabras
de un amante del buen café que gustaba de probar en sus periplos por el
mundo. Y así, en un pequeño café de Madrid, de nuevo volvíamos a
encontrarnos con la belleza de las pequeñas cosas.
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